12 de octubre de 2015

El viaje (Serie) CAPíTULO 8

Es un alma blanca, un niño pequeño de grandes ojos grises, piel oscura y una herida grande de bala que le perfora la frente y otra en el hombro. Sus cabellitos le cubren el agujero de la frente, y sus ojos lloran como si no hubiera un mañana. Se ve tan desgarrador que tomo un pequeño respiro en lo que busco recobrarme de lo petrificante que resulta verlo. Por suerte, aparento bien no haberme conmocionado… pero es una mentira, me ha conmovido tanto que palmeo un lugar junto a mí, invitándolo a sentarse.
Me pide dinero en voz baja, dinero que piensa destinar a tortillas que su madre le dejó encargadas.
¿Será que…? ¿no tiene consciencia de su muerte?
No, es imposible, de inmediato saben eso. Busco acariciarle la cabeza, pero se recarga en mi regazo, el cual al instante se siente caliente
-¿Vives lejos? –le pregunto, tratando de ignorar el hecho de que no sepa que está muerto.
Asiente con la cabeza mientras me mira a mis ojos oscuros. Se aferra más a mí.
-Tengo frío –murmura. Lo abrazo más, aunque mi pierna me esté matando, aunque tal vez ni siquiera valga la pena. Tal vez lo hago por mera lástima, pensando que es un niño indefenso tanto en vida como en la misma muerte… un alma que busca estar cerca de su familia bajo cualquier pretexto –mi cabeza sigue caliente –lo toco y mi mano empieza a oler a hierro.
Me hace pensar en que si estuviera yo bajo las mismas condiciones, tal vez haría lo mismo.
-¿Hay un mercado cerca? –niega con la cabeza -¿entonces qué haces hasta acá?
-No lo sé –me ha confirmado lo que pensaba –sólo recuerdo un dolor fuerte en la frente y ahora estoy aquí.
No lleva mucho tiempo desde que ocurrió… desde que le colocaron ese balazo.
Un carro se acerca y acelera en cuanto lo veo, parece ser que me ha visto y en lugar de detenerse a ayudar, sólo me arroja un papel arrugado a la cara.
Agradables personas…
Lo desarrugo y veo en él una fotografía con la leyenda de “Se busca”. Es el niño que me está acompañando en esta madrugada.
-¡Abuelo! –exclamo con un grito, inconscientemente agarro el anillo que traigo colgado al cuello. Cumple su promesa de aparecer.
-Leah –dice -¿y el niño? –pregunta de inmediato mientras doy un suspiro –entiendo…
-No parece saber.
-¿Cómo puede no saberlo? –grita Nael, quien también apareció. Quiere cumplir su promesa de fastidiarme la vida –es más que obvio.
-Nadie te llamó –digo de inmediato –está triste y solo.
El niño se para y me toma de la mano.
-¿Qué? –le pregunto de inmediato, pero sigue jalando -quieres que vaya contigo –afirmo, se levanta y echa a correr. Me apoyo en mi bastón y lo sigo a una velocidad no muy decente en mis condiciones actuales. Regresa de donde se encuentra y al verme incapaz de seguir su paso, me toma de la mano para ayudarme a caminar, le palmeo la cabeza con una sonrisa.
Pasa media hora de caminata y llegamos a un barranco, entonces baja, intentando buscar algo, pero no distingo qué.
-Su cuerpo –interrumpe Nael –se está buscando.
-¿Para qué? –pregunto inútilmente.
-¿Para resucitar? –responde con ironía. La noche aún nos cubre.
Veo que ha logrado jalar algo, una mano… y una cabeza. Entonces logra sacar todo el cuerpo muerto, su cuerpo muerto.
Increíblemente y contra todos mis pronósticos, intenta volver a él. Se acuesta y se combina con el cadáver, pero no logra revivir.
-¿¡Qué haces!? –le grito -¡ya no puedes…!
-¡Las tortillas! –grita -¡no puedo volver sin las tortillas!
La presión me ha bajado por la impresión y la respiración se me ha acelerado de golpe… ¿qué demonios ha sido eso? ¿las tortillas? ¿de verdad quiere volver a casa con las tortillas y por eso no regresa con su familia? No me parece que cuadre nada en esto, pero no tiene que hacerlo, sólo debo entender que tal vez los motivos son lo suficientemente poderosos como para buscar alternativas distintas.
-¡Ven! –le ordeno -¡ven!
Regresa de inmediato, está llorando, pareciera que es víctima de su propio destino. No puede volver a la vida, no puede conseguir lo que desea y por ende, no puede obtener los medios para lograrlo.
Siento pena por el niño ahora.
-Sé que no puedes volver, y lo lamento mucho –le digo mientras le limpio las lágrimas –pero es mejor que vayas al limbo ahora.
-No puedo ir sin haberles dado las tortillas a mis papás –insiste. Suspiro.
-Y si yo les llevo las tortillas a tus padres en tu nombre ¿irías al limbo?
-¿¡Qué!? –pregunta Nael sorprendido –no, nada de eso… tienes que volver a la ciudad.
-Hay un alma que me necesita –murmullo.
-Claro que la hay ¡yo!
Quiero darle una cachetada.
-¿En serio eres tan egoísta como para dejar a este niño sin ver a su familia por última vez? –le pregunto impactada. Simplemente no lo puedo creer.
-¿¡Crees que a mí no me afecta esto!? ¡Yo no pedí morir!
-Yo tampoco pedí que me siguieras como si fueras mi sombra –le recrimino, no me contesta –además, nos queda tiempo.
-Tiempo es precisamente lo que nos falta –replica –le dijiste a tu madre que mínimo estarías en casa, que llegarías. Y si no llegas, me voy a encargar de hacer tu vida un infierno.
-Ya lo haces –le recrimino. Ahora lo ignoro y me dirijo al pequeño -¿dónde viven tus padres?
-Ixmihuilcan –responde dubitativo. El lugar me llega a la memoria. Ese pueblo está a dos kilómetros desde donde estoy en dirección a la ciudad.
-Bien, andando –ordeno de inmediato. Observo mi teléfono… tres y treinta, exactamente. El niño guía animosamente el camino mientras me dice con señas leves qué rutas tomar; es amable, sin duda, pero no puedo seguir fiándome de cualquier alma o a hacer cualquier tipo de recorridos, pude haberme topado con un ente oscuro o con cualquier cosa que venga del mundo espiritual.
Sigo caminando con ayuda de mi bastón y mi abuelo, quien me sostiene por los hombros. El niñito toma mi mano con prisa.
-No puedo correr como tú –le recuerdo –me duele mucho la pantorrilla.
Se detiene y la ve con detalle, siento cómo pone sus manos fantasmales y le transmite calor a mi área herida, la cual se estremece completamente, alterando todos y cada uno de los vellos de mi piel. No está curada, pero su energía me permite andar con más facilidad por unos momentos.
Le estoy agradecida.
-¿Por aquí? –pregunta Nael, quien hubo mantenido un silencio incómodo mientras me acompañaba. Ojalá se quedara callado, pero no lo hace, recitando puras estupideces -¡estás pendejo!
-¡Nael! –se me escapa un grito. Callo mi boca rápidamente.
El eco perturbador de la cueva hace que mi voz se me regrese… está muy sola.
Una cueva larga como una mina, y oscura como el cielo que me cubre o como mis ojos azul oscuro.
De repente, tengo miedo.
-Por aquí –confirma la pequeña almita y entra.
-Lo dudo… -digo con severidad -¿no hay otra parte?
-Este es el camino más corto.
-¿Has estado por aquí? –pregunto preocupada.
-Sí, estuve aquí antes… -responde, pero no me conforta, y no desiste –por aquí –repite con sonoridad y al mismo tiempo camina familiarizado.
“Al mal paso darle prisa” me llega la frase de inmediato mientras sigo su rastro con un poco menos dolor.
Esto sí me da miedo.
Jamás había visto a tantas almas vagar juntas en un solo sitio, todas ellas jóvenes, todas tristes, sin rumbo, apartadas de la vida y al mismo tiempo sin haber muerto por completo, requiriendo de algún favor.
Las veo, y ellas a mí, como siempre, intento ignorarlas mientras mi pierna me sigue punzando sin reparo alguno en como me siento yo.
El dolor se intensifica conforme voy caminando y mi cuerpo me quiere detener para desplomarse en el suelo, víctima del sueño apabullante y del dolor traducido en una sensación de fuego que corre por mis venas y culmina en un sangrado que al más mínimo toque, retoma su fluido camino.
Pero el niño no lo permite.
Me jala siempre, cada vez más fuerte mientras que mi abuelo me sostiene por debajo de los brazos, esperando a que eso me ayude tan siquiera un poco.
-¿Cuánto falta para recorrer la cueva? –le pregunto casi muerta y con un nuevo rastro de sangre persiguiéndome. Mi voz delata mi cansancio, no contesta, se limita a mirar al frente –mucho, ¿eh?
Sólo asiente, para mi desgracia.
Agarro fuerzas de no sé dónde y trato de dar un paso, un paso sencillo, uno que tal vez me libere…
En lugar de eso, me tortura con un dolor indescriptible que corroe todos mis músculos, articulaciones, paraliza mi mirada y altera mi voz para dejarla salir en forma de un grito desgarrador.

Un grito que es lo suficientemente fuerte como para despertar a los muertos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario