Es
un alma blanca, un niño pequeño de grandes ojos grises, piel oscura y una
herida grande de bala que le perfora la frente y otra en el hombro. Sus
cabellitos le cubren el agujero de la frente, y sus ojos lloran como si no
hubiera un mañana. Se ve tan desgarrador que tomo un pequeño respiro en lo que
busco recobrarme de lo petrificante que resulta verlo. Por suerte, aparento
bien no haberme conmocionado… pero es una mentira, me ha conmovido tanto que
palmeo un lugar junto a mí, invitándolo a sentarse.
Me
pide dinero en voz baja, dinero que piensa destinar a tortillas que su madre le
dejó encargadas.
¿Será
que…? ¿no tiene consciencia de su muerte?
No,
es imposible, de inmediato saben eso. Busco acariciarle la cabeza, pero se
recarga en mi regazo, el cual al instante se siente caliente
-¿Vives
lejos? –le pregunto, tratando de ignorar el hecho de que no sepa que está
muerto.
Asiente
con la cabeza mientras me mira a mis ojos oscuros. Se aferra más a mí.
-Tengo
frío –murmura. Lo abrazo más, aunque mi pierna me esté matando, aunque tal vez
ni siquiera valga la pena. Tal vez lo hago por mera lástima, pensando que es un
niño indefenso tanto en vida como en la misma muerte… un alma que busca estar
cerca de su familia bajo cualquier pretexto –mi cabeza sigue caliente –lo toco
y mi mano empieza a oler a hierro.
Me
hace pensar en que si estuviera yo bajo las mismas condiciones, tal vez haría
lo mismo.
-¿Hay
un mercado cerca? –niega con la cabeza -¿entonces qué haces hasta acá?
-No
lo sé –me ha confirmado lo que pensaba –sólo recuerdo un dolor fuerte en la
frente y ahora estoy aquí.
No
lleva mucho tiempo desde que ocurrió… desde que le colocaron ese balazo.
Un
carro se acerca y acelera en cuanto lo veo, parece ser que me ha visto y en
lugar de detenerse a ayudar, sólo me arroja un papel arrugado a la cara.
Agradables
personas…
Lo
desarrugo y veo en él una fotografía con la leyenda de “Se busca”. Es el niño
que me está acompañando en esta madrugada.
-¡Abuelo!
–exclamo con un grito, inconscientemente agarro el anillo que traigo colgado al
cuello. Cumple su promesa de aparecer.
-Leah
–dice -¿y el niño? –pregunta de inmediato mientras doy un suspiro –entiendo…
-No
parece saber.
-¿Cómo
puede no saberlo? –grita Nael, quien también apareció. Quiere cumplir su
promesa de fastidiarme la vida –es más que obvio.
-Nadie
te llamó –digo de inmediato –está triste y solo.
El
niño se para y me toma de la mano.
-¿Qué?
–le pregunto de inmediato, pero sigue jalando -quieres que vaya contigo –afirmo,
se levanta y echa a correr. Me apoyo en mi bastón y lo sigo a una velocidad no
muy decente en mis condiciones actuales. Regresa de donde se encuentra y al
verme incapaz de seguir su paso, me toma de la mano para ayudarme a caminar, le
palmeo la cabeza con una sonrisa.
Pasa
media hora de caminata y llegamos a un barranco, entonces baja, intentando
buscar algo, pero no distingo qué.
-Su
cuerpo –interrumpe Nael –se está buscando.
-¿Para
qué? –pregunto inútilmente.
-¿Para
resucitar? –responde con ironía. La noche aún nos cubre.
Veo
que ha logrado jalar algo, una mano… y una cabeza. Entonces logra sacar todo el
cuerpo muerto, su cuerpo muerto.
Increíblemente
y contra todos mis pronósticos, intenta volver a él. Se acuesta y se combina
con el cadáver, pero no logra revivir.
-¿¡Qué
haces!? –le grito -¡ya no puedes…!
-¡Las
tortillas! –grita -¡no puedo volver sin las tortillas!
La
presión me ha bajado por la impresión y la respiración se me ha acelerado de
golpe… ¿qué demonios ha sido eso? ¿las tortillas? ¿de verdad quiere volver a
casa con las tortillas y por eso no regresa con su familia? No me parece que
cuadre nada en esto, pero no tiene que hacerlo, sólo debo entender que tal vez
los motivos son lo suficientemente poderosos como para buscar alternativas
distintas.
-¡Ven!
–le ordeno -¡ven!
Regresa
de inmediato, está llorando, pareciera que es víctima de su propio destino. No
puede volver a la vida, no puede conseguir lo que desea y por ende, no puede
obtener los medios para lograrlo.
Siento
pena por el niño ahora.
-Sé
que no puedes volver, y lo lamento mucho –le digo mientras le limpio las
lágrimas –pero es mejor que vayas al limbo ahora.
-No
puedo ir sin haberles dado las tortillas a mis papás –insiste. Suspiro.
-Y
si yo les llevo las tortillas a tus padres en tu nombre ¿irías al limbo?
-¿¡Qué!?
–pregunta Nael sorprendido –no, nada de eso… tienes que volver a la ciudad.
-Hay
un alma que me necesita –murmullo.
-Claro
que la hay ¡yo!
Quiero
darle una cachetada.
-¿En
serio eres tan egoísta como para dejar a este niño sin ver a su familia por
última vez? –le pregunto impactada. Simplemente no lo puedo creer.
-¿¡Crees
que a mí no me afecta esto!? ¡Yo no pedí morir!
-Yo
tampoco pedí que me siguieras como si fueras mi sombra –le recrimino, no me
contesta –además, nos queda tiempo.
-Tiempo
es precisamente lo que nos falta –replica –le dijiste a tu madre que mínimo estarías
en casa, que llegarías. Y si no llegas, me voy a encargar de hacer tu vida un
infierno.
-Ya
lo haces –le recrimino. Ahora lo ignoro y me dirijo al pequeño -¿dónde viven
tus padres?
-Ixmihuilcan
–responde dubitativo. El lugar me llega a la memoria. Ese pueblo está a dos
kilómetros desde donde estoy en dirección a la ciudad.
-Bien,
andando –ordeno de inmediato. Observo mi teléfono… tres y treinta, exactamente.
El niño guía animosamente el camino mientras me dice con señas leves qué rutas
tomar; es amable, sin duda, pero no puedo seguir fiándome de cualquier alma o a
hacer cualquier tipo de recorridos, pude haberme topado con un ente oscuro o
con cualquier cosa que venga del mundo espiritual.
Sigo
caminando con ayuda de mi bastón y mi abuelo, quien me sostiene por los
hombros. El niñito toma mi mano con prisa.
-No
puedo correr como tú –le recuerdo –me duele mucho la pantorrilla.
Se
detiene y la ve con detalle, siento cómo pone sus manos fantasmales y le
transmite calor a mi área herida, la cual se estremece completamente, alterando
todos y cada uno de los vellos de mi piel. No está curada, pero su energía me
permite andar con más facilidad por unos momentos.
Le
estoy agradecida.
-¿Por
aquí? –pregunta Nael, quien hubo mantenido un silencio incómodo mientras me
acompañaba. Ojalá se quedara callado, pero no lo hace, recitando puras
estupideces -¡estás pendejo!
-¡Nael!
–se me escapa un grito. Callo mi boca rápidamente.
El
eco perturbador de la cueva hace que mi voz se me regrese… está muy sola.
Una
cueva larga como una mina, y oscura como el cielo que me cubre o como mis ojos
azul oscuro.
De
repente, tengo miedo.
-Por
aquí –confirma la pequeña almita y entra.
-Lo
dudo… -digo con severidad -¿no hay otra parte?
-Este
es el camino más corto.
-¿Has
estado por aquí? –pregunto preocupada.
-Sí,
estuve aquí antes… -responde, pero no me conforta, y no desiste –por aquí –repite
con sonoridad y al mismo tiempo camina familiarizado.
“Al
mal paso darle prisa” me llega la frase de inmediato mientras sigo su rastro
con un poco menos dolor.
Esto
sí me da miedo.
Jamás
había visto a tantas almas vagar juntas en un solo sitio, todas ellas jóvenes,
todas tristes, sin rumbo, apartadas de la vida y al mismo tiempo sin haber
muerto por completo, requiriendo de algún favor.
Las
veo, y ellas a mí, como siempre, intento ignorarlas mientras mi pierna me sigue
punzando sin reparo alguno en como me siento yo.
El
dolor se intensifica conforme voy caminando y mi cuerpo me quiere detener para
desplomarse en el suelo, víctima del sueño apabullante y del dolor traducido en
una sensación de fuego que corre por mis venas y culmina en un sangrado que al
más mínimo toque, retoma su fluido camino.
Pero
el niño no lo permite.
Me
jala siempre, cada vez más fuerte mientras que mi abuelo me sostiene por debajo
de los brazos, esperando a que eso me ayude tan siquiera un poco.
-¿Cuánto
falta para recorrer la cueva? –le pregunto casi muerta y con un nuevo rastro de
sangre persiguiéndome. Mi voz delata mi cansancio, no contesta, se limita a
mirar al frente –mucho, ¿eh?
Sólo
asiente, para mi desgracia.
Agarro
fuerzas de no sé dónde y trato de dar un paso, un paso sencillo, uno que tal
vez me libere…
En
lugar de eso, me tortura con un dolor indescriptible que corroe todos mis
músculos, articulaciones, paraliza mi mirada y altera mi voz para dejarla salir
en forma de un grito desgarrador.
Un
grito que es lo suficientemente fuerte como para despertar a los muertos.
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