Siempre es lo mismo
cuando regreso a mi casa. Veo que el lugar está lleno, veo que todas y cada una
de las personas que habitan alrededor, engentan mi hogar y mi ser. Veo de todo,
grandes y chicos, altos y bajos, morenos y rubios, jóvenes y viejos; y a
ninguno le tomo tanta importancia como la que le tomo a aquella alma morena y
brillante que me sigue con la mirada.
Lo veo y me ve y nos
vemos ambos directamente a los ojos, los cuales me acusan y a la vez me
comprenden, pero no por ello, me dejan tranquila. Agarro el anillo que cuelga
de mi cuello con fuerza, la suficiente como para que la piedra se marque en mi
mano y parezca querer cruzar por mis falanges. Me percato en ese instante de
que mi palma ya se está lastimando y suelto el anillo.
Veo mi comida… un
trozo de bistec y una ensalada que solo es lechuga en su mayoría, la como con
rapidez y me voy a mi cuarto. Mi mamá no me pregunta nada nuevo, sólo me hace
las mismas preguntas “¿Cómo te fue?” “¿Qué hiciste de nuevo?” “¿Cómo vas en la
escuela?” y todo lo respondo con un simple y férreo “bien”, que no es sinónimo
de nada además de un “llevo prisa”.
Llego
a mi cuarto y me veo a mí misma en el espejo. Tomo el anillo y me acuesto en mi
cama. Una de mis libretas se ha caído… por querer decirlo así.
-Ya
te escuché –espeto con un gruñido -¿algo que quieras agregar?
Mi
anillo empieza a arder sobre mi pecho. Odio esa sensación horrible, me anuncia
siempre que algo podrá pasar. Me veo al espejo y ahí está él… mirándome
inefable.
-¡Sabes
que tengo que visitarte y que ahora no puedo! –grito.
Uno
de los cuadros se cae directamente al piso. ¡Qué tierno es mi abuelo! Siempre
enviándome señales con las que me quiere decir “¡no pongas excusas, niña
floja!”.
-¿Y
qué quieres que haga? ¡Sabes que no puedo ir a verte!
Me
acuerdo perfectamente de ello, mis padres me habían prohibido salir con ellos
de viaje a la tierra natal de mi madre. Era un día de verano, el calor era
decente y mi mamá nos había llevado a su pueblo para celebrar las fiestas
patrias. Y yo, como siempre, busqué algo en qué entretenerme. Sin embargo, las
fiestas concordaban con la fecha de fallecimiento de mi abuelo antes de que
siquiera mi mamá se hubiera casado. Siempre veía las tumbas con cierto recelo,
puesto que las almas danzaban libres enfrente de mí y yo no podía hacer nada
para evitar verlas, y mis padres lo saben. Pero ese día, yo ya estaba harta de
verlos a todos.
Tenía
doce años de edad, sentía a mi abuelo sonreírme, mirarme a cada segundo. Era
una sonrisa afable y dulce, mas eso no le quitaba lo tétrico… un muerto me
sonreía.
Caminé
directamente a la puerta cuando sentí un calor recorrer mi hombro, pero todos
los demás ya se habían salido de la capilla familiar. Volteé con lentitud a ver
qué ocurría, quién de todos ellos me había agarrado el hombro.
Era
mi abuelo, el mismo ser moreno lleno de luz del que mi madre me hubo contado
toda la vida.
No
tenía miedo, que me tocase el hombro no hacía ninguna diferencia.
-¿Cómo
estás, Leah? –me preguntó con amabilidad… el miedo desapareció.
Duré
todo el día hablando con él como si estuviera vivo. Hablamos y hablamos… y me
enseñó tanto que no creí que fuera posible que una persona fuera capaz de
albergar tanto conocimiento en su mente, conocimiento que puede trascender los
siglos a través de las almas.
-¡Hija!
–gritó mi mamá al verme encerrada adentro de la capilla y la abrió rápidamente
-¿por qué no saliste?
-Estoy
hablando con el abuelo –le contesté. Miró hacia donde yo veía, y al no ver nada
además de la tumba de su padre, se le escapó una lágrima.
-No
digas sandeces –me espetó en la cara –y ven, que nos tuviste a todos muy
preocupados.
-Es
en serio –había replicado –lo he visto, hemos hablado –comencé a hablar y a
hablar… y entonces la lengua se me soltó. Había hablado de más… y mi madre se
echó a llorar en el piso de la capilla.
-¿Desde
cuándo pasa esto? –me preguntó, pero no encontré la manera de decirle que lo
había visto desde toda la vida.
Hallé
las palabras necesarias, pero no por ello las más prudentes. Después de eso,
mis padres hablaron con el párroco del pueblo, quien examinó mi caso, y por lo
pronto, prohibió mi entrada a ese panteón…
Desde
entonces, se me había propuesto un exorcismo y hasta la fecha no he sido lo
suficientemente valiente como para aceptarlo.
Se
cae otro cuadro. Agarro mi anillo y pienso que tal vez podría hablar con él a
través de la joya.
Suena
mi teléfono, lo tomo y reviso el número.
Jaden…
Mi
ex novio ateo a morir que cree que mi abuelo es un producto de una
esquizofrenia latente, pero que a pesar de todo, no se atreve a dejarme.
Resoplo y contesto el teléfono.
-Déjame…
-no tengo muchos ánimos para hablar, pero intento ser lo más cortés que se
pueda –llevo prisa.
-¡Qué
cariñosa! –me contesta irónico –solo pasaba a preguntar si ya agendaste con el
psiquiatra –me insiste. Aprieto los dientes por la furia.
-¡No
soy esquizofrénica! –le grito.
-Sabes
que intento ayudarte y que te amo.
-Si
me amas, no me llames –exploto y cuelgo.
Tomo
el anillo nuevamente entre mis manos y empiezo a concentrarme.
-Sé
que estás ahí, acompañándome… -digo en voz baja. Y aparece enfrente de mí su
silueta morena y traslúcida.
-Siempre
lo estaré para mi nietita.
-Una
a la que nunca conociste –le digo –pero de la que sabes todo su camino.
-Hay
cosas que has hecho y quisiera demostrar el descontento –explica –pero como
humana que eres, igual eres tan perfectible como joven.
-Y
por lo mismo tonta –me digo a mí misma.
-…Solo
joven –recalca –no seas tan dura contigo misma, hijita.
-Te
es fácil decirlo porque ya estás muerto.
-No
te voy a desmentir. La vida es más dura que la muerte, sin embargo obtener la
paz que deseas dependerá de ti.
-Obtener
paz… -resoplo entre mis cabellos –el ver cosas que nadie ve seguro que me
traerá paz –le digo -¿sabes lo difícil que ha sido mi vida desde que mis padres
saben esto?
-Pero
el vernos no involucra todos los errores que has cometido.
Y
entonces pienso en Jaden, en esa tarde que pasamos en su casa, solos…
Mi
vergüenza se expande por todo mi rostro en forma de un rubor muy marcado y
desvío la mirada. Sin embargo, él está enfrente de mí.
-Hay
cosas que ni a ti misma te puedes ocultar…
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