1 de septiembre de 2015

El viaje (Serie) CAPíTULO 1

Despierto. Tallo mis ojos y me miro en el espejo que cubre una parte de mi pared. Mi largo cabello está despeinado y el flequillo cubre la mitad de mi rostro… mi espejo, ese reflejo de siempre, aquel mismo que nunca me abandona, ni abandonará. Me incorporo poco a poco, mis rodillas duelen por el desgaste, sin embargo es normal; estiro todos mis músculos y huesos, algunos en mi espalda han tronado y me han permitido relajarme. Y ese reflejo no me deja en paz, tal vez nunca lo haga.

Respiro con fuerza, trato de convivir con él, con él y con todos los fantasmas que se encuentran detrás de mi persona cada vez que veo a ese frío vidrio. Ojalá fuera yo como un vampiro: incapaz de ver siquiera su propio reflejo, mas yo tengo la capacidad de ver más allá de eso, puesto que cuando me veo directamente a los ojos, soy capaz de ver detrás de mí a todo mi árbol genealógico extenderse para nunca acabar.

Figuras traslúcidas con las que puedo establecer un contacto más allá del que me permite mi propia visión. Y aunque quiera acabar con ello no puedo, me persigue sin razón.

Me sujeto el cabello con una liga negra y me visto rápidamente con un pantalón negro y una playera negra sin mangas. Mi molote se desacomoda, cayendo algunos cabellos enfrente de mis ojos, pero no es molesto, incluso le da a mi estilo un poco más de estilo.

Mis manos recorren mi cuerpo, a veces pretendiendo que está muerto, o pretendiendo que está más vivo de lo que antes pudo haberse sentido. Pies, pantorrillas, rodillas, muslos, pelvis, estómago, manos, brazos, clavículas, pechos… y accidentalmente toco mi collar al querer recorrer mi cuello recubierto de piel sensible. Tomo un respiro y cierro mis ojos.

“Te echo mucho de menos” pienso en voz alta, entrecierro mis ojos y presiono con fuerza. Sé que te veré algún día, que no serás sólo una visión ajena a la realidad de los demás, que te incluiré en mi vida y en la posterior a ésta y que incluso trataré de brillar como tú lo haces al instante en el que te me presentas. Sonrío. La realidad puede ser cruel, pero es mejor en ocasiones no pensar demasiado en un futuro que sé que llegará… la muerte a todos llega por igual.

Pero puedo sentirlo aquí, y es por eso que llevo su alhaja en mi collar, donde sé que nunca la perderé.

-Hija, ¿ya te vas a la escuela? –pregunta mi madre, quien ha entrado a mi cuarto sin preguntar. Es su costumbre, como la de todos en esta casa. No respondo, sigo viendo a mis fantasmas expandirse a través de mi espejo, a través del tiempo. Me ve como lo ha hecho desde hace mucho tiempo, con esos ojos compasivos dignos de la madre que ama a sus hijos, dignos del amor que profesa sin importar lo que uno hace… o no hace -¿te han molestado?

-No… -respondo con amargura, pero no es la verdad. El hecho de verlos es molesto.

-Hay alternativas…

-No –respondo tajante. Sin mirarla. Conozco una palabra para describir lo que ella llama “alternativa” y para mí, esa no lo es.

-Ay, hija. Deberías dejarte ayudar –dice queriendo comprenderme. Le agradezco todo lo que hace por mí, sus intenciones son puras, lo sé porque no sólo la conozco en vida.

-No –sigo tajante. No permitiré que me traten como un demonio –voy tarde y debo recuperarme en faltas. Nos vemos para comer.

-Cuídate hija –me abraza y me da la bendición con la mano derecha, como acostumbra hacerlo una católica que siempre siguió las reglas. Quiero llorar cada vez que lo hace, porque en el fondo, siento que traiciono a cada rato la creencia que me han inculcado con mis pensamientos en ocasiones apóstatas. Termina de darme la bendición y la abrazo con fuerza.

No es de extrañarle a ella el que la abrace con fuerza, y no me extraña el hacerlo, físicamente soy fuerte, pero me derrumbo en todos los momentos en los que se trata de estar sola. Uno de esos es en mi camino a la escuela, cuando me pongo mis gafas de sol e intento que la gente ignore mi mirada desconectada.

Los veo a todos, voltean a verme y susurran; calles pobladas de ellos, algunos me ignoran y siguen caminando, otros solo lloran, otros ríen, otros son niños chiquitos… y otros no llegaron a nacer. Cada fantasma cuenta una historia diferente, esas historias se anexan a sus balbuceos, a sus lloriqueos o risas. Me desconecto del mundo otra vez, me pongo mis audífonos y finjo que nadie está en rededor. Como lo haría un hipócrita que no sabe hacer otra cosa además de ignorar a aquel que grita al cielo después de hacer la falsa promesa de que ayudaría a todo aquel que pusiera una señal de alarma en el ambiente.

Me aferro a la alhaja, agarro el anillo pintado en plata para al fin sentir la poca paz que queda en mí. Sin embargo, no siento tanto la paz como siento un reproche que está a punto de llegar cuando lo vuelva a ver.

Lleva mucho tiempo desde que lo visité. Creo que no lo hago porque no puedo ir a verlo al rostro sin sonrojarme por la vergüenza. Es él uno de los tantos fantasmas que veo en el espejo cuando miro fijamente mi mirada azul en él, y es suya la energía que siento cuando pongo su anillo entre mis manos. Es precisamente por su energía que no tomo la propuesta de mi madre, sé que es por eso, y en ocasiones solo quiero dimitir de aquella opción. No creo que sea sano para la mente y el corazón de mi madre saber que me pongo a platicar con su padre ya fallecido.

Ignoro un poco de esa sensación absurda. Aún no ocurrirá, no ocurrirá aquello que yo no quiera que ocurra, que pase o acontezca, y mis padres saben respetar esa decisión, aunque insisten de manera sutil a que acceda. Mas yo sé que tiene buenos momentos. Que no todo lo que ha sido consecuencia de este acontecimiento sin sentido en mi vida tiene que ser malo.

Sonrío un poco… tal vez una sonrisa sea una sonrisa sin terminar. Una serie de eventos ocurren en mi cabeza, eventos de mi pasado, cuando era el día de muertos o el aniversario de su muerte. Lo veía sentado sobre su tumba en la capilla familiar. Su aspecto era el que me decía mi madre: moreno veracruzano, y con el mismo lunar que tengo yo en el cuello, exactamente en el mismo sitio; tiene la mirada firme, pero una sonrisa que puede ser comprensiva, en incluso se le nota sabiduría desbordante en la post-vida.

Toda la vida lo hube visto en el reflejo de mi cuarto, siempre atrás de mí, del lado al que pertenece mi madre, quien heredó sus ojos oscuros. Con la fuerza de carácter que mi abuelo tiene, y con esa misma fuerza combinada con su sonrisa fuerte, me miró esa primera vez. Y yo lo vi a él, sintiendo extrañeza y un escalofrío que no tardó en irse. No me asusté, pues se trataba de mi familia, y del miembro más confiable de toda ella.
En esa tumba había algo especial. Lo sé muy bien, y sé que ese algo sigue residiendo, y ahora que entiendo lo que pasa, sé que no es la tumba, es él quien la hace especial…


Abuelo… tal vez en vida no te conocí, pero me siento muy cerca de ti, y por algún motivo, te echo de menos.

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