Despierto.
Tallo mis ojos y me miro en el espejo que cubre una parte de mi pared. Mi largo
cabello está despeinado y el flequillo cubre la mitad de mi rostro… mi espejo,
ese reflejo de siempre, aquel mismo que nunca me abandona, ni abandonará. Me
incorporo poco a poco, mis rodillas duelen por el desgaste, sin embargo es
normal; estiro todos mis músculos y huesos, algunos en mi espalda han tronado y
me han permitido relajarme. Y ese reflejo no me deja en paz, tal vez nunca lo
haga.
Respiro
con fuerza, trato de convivir con él, con él y con todos los fantasmas que se
encuentran detrás de mi persona cada vez que veo a ese frío vidrio. Ojalá fuera
yo como un vampiro: incapaz de ver siquiera su propio reflejo, mas yo tengo la
capacidad de ver más allá de eso, puesto que cuando me veo directamente a los
ojos, soy capaz de ver detrás de mí a todo mi árbol genealógico extenderse para
nunca acabar.
Figuras
traslúcidas con las que puedo establecer un contacto más allá del que me
permite mi propia visión. Y aunque quiera acabar con ello no puedo, me persigue
sin razón.
Me
sujeto el cabello con una liga negra y me visto rápidamente con un pantalón
negro y una playera negra sin mangas. Mi molote se desacomoda, cayendo algunos
cabellos enfrente de mis ojos, pero no es molesto, incluso le da a mi estilo un
poco más de estilo.
Mis
manos recorren mi cuerpo, a veces pretendiendo que está muerto, o pretendiendo
que está más vivo de lo que antes pudo haberse sentido. Pies, pantorrillas,
rodillas, muslos, pelvis, estómago, manos, brazos, clavículas, pechos… y
accidentalmente toco mi collar al querer recorrer mi cuello recubierto de piel
sensible. Tomo un respiro y cierro mis ojos.
“Te
echo mucho de menos” pienso en voz alta, entrecierro mis ojos y presiono con
fuerza. Sé que te veré algún día, que no serás sólo una visión ajena a la
realidad de los demás, que te incluiré en mi vida y en la posterior a ésta y
que incluso trataré de brillar como tú lo haces al instante en el que te me
presentas. Sonrío. La realidad puede ser cruel, pero es mejor en ocasiones no
pensar demasiado en un futuro que sé que llegará… la muerte a todos llega por
igual.
Pero
puedo sentirlo aquí, y es por eso que llevo su alhaja en mi collar, donde sé
que nunca la perderé.
-Hija,
¿ya te vas a la escuela? –pregunta mi madre, quien ha entrado a mi cuarto sin
preguntar. Es su costumbre, como la de todos en esta casa. No respondo, sigo
viendo a mis fantasmas expandirse a través de mi espejo, a través del tiempo.
Me ve como lo ha hecho desde hace mucho tiempo, con esos ojos compasivos dignos
de la madre que ama a sus hijos, dignos del amor que profesa sin importar lo
que uno hace… o no hace -¿te han molestado?
-No…
-respondo con amargura, pero no es la verdad. El hecho de verlos es molesto.
-Hay
alternativas…
-No
–respondo tajante. Sin mirarla. Conozco una palabra para describir lo que ella
llama “alternativa” y para mí, esa no lo es.
-Ay,
hija. Deberías dejarte ayudar –dice queriendo comprenderme. Le agradezco todo
lo que hace por mí, sus intenciones son puras, lo sé porque no sólo la conozco
en vida.
-No
–sigo tajante. No permitiré que me traten como un demonio –voy tarde y debo
recuperarme en faltas. Nos vemos para comer.
-Cuídate
hija –me abraza y me da la bendición con la mano derecha, como acostumbra
hacerlo una católica que siempre siguió las reglas. Quiero llorar cada vez que
lo hace, porque en el fondo, siento que traiciono a cada rato la creencia que
me han inculcado con mis pensamientos en ocasiones apóstatas. Termina de darme
la bendición y la abrazo con fuerza.
No
es de extrañarle a ella el que la abrace con fuerza, y no me extraña el
hacerlo, físicamente soy fuerte, pero me derrumbo en todos los momentos en los
que se trata de estar sola. Uno de esos es en mi camino a la escuela, cuando me
pongo mis gafas de sol e intento que la gente ignore mi mirada desconectada.
Los
veo a todos, voltean a verme y susurran; calles pobladas de ellos, algunos me
ignoran y siguen caminando, otros solo lloran, otros ríen, otros son niños
chiquitos… y otros no llegaron a nacer. Cada fantasma cuenta una historia
diferente, esas historias se anexan a sus balbuceos, a sus lloriqueos o risas.
Me desconecto del mundo otra vez, me pongo mis audífonos y finjo que nadie está
en rededor. Como lo haría un hipócrita que no sabe hacer otra cosa además de
ignorar a aquel que grita al cielo después de hacer la falsa promesa de que
ayudaría a todo aquel que pusiera una señal de alarma en el ambiente.
Me
aferro a la alhaja, agarro el anillo pintado en plata para al fin sentir la
poca paz que queda en mí. Sin embargo, no siento tanto la paz como siento un
reproche que está a punto de llegar cuando lo vuelva a ver.
Lleva
mucho tiempo desde que lo visité. Creo que no lo hago porque no puedo ir a
verlo al rostro sin sonrojarme por la vergüenza. Es él uno de los tantos
fantasmas que veo en el espejo cuando miro fijamente mi mirada azul en él, y es
suya la energía que siento cuando pongo su anillo entre mis manos. Es
precisamente por su energía que no tomo la propuesta de mi madre, sé que es por
eso, y en ocasiones solo quiero dimitir de aquella opción. No creo que sea sano
para la mente y el corazón de mi madre saber que me pongo a platicar con su
padre ya fallecido.
Ignoro
un poco de esa sensación absurda. Aún no ocurrirá, no ocurrirá aquello que yo
no quiera que ocurra, que pase o acontezca, y mis padres saben respetar esa
decisión, aunque insisten de manera sutil a que acceda. Mas yo sé que tiene
buenos momentos. Que no todo lo que ha sido consecuencia de este acontecimiento
sin sentido en mi vida tiene que ser malo.
Sonrío
un poco… tal vez una sonrisa sea una sonrisa sin terminar. Una serie de eventos
ocurren en mi cabeza, eventos de mi pasado, cuando era el día de muertos o el
aniversario de su muerte. Lo veía sentado sobre su tumba en la capilla familiar.
Su aspecto era el que me decía mi madre: moreno veracruzano, y con el mismo
lunar que tengo yo en el cuello, exactamente en el mismo sitio; tiene la mirada
firme, pero una sonrisa que puede ser comprensiva, en incluso se le nota
sabiduría desbordante en la post-vida.
Toda
la vida lo hube visto en el reflejo de mi cuarto, siempre atrás de mí, del lado
al que pertenece mi madre, quien heredó sus ojos oscuros. Con la fuerza de
carácter que mi abuelo tiene, y con esa misma fuerza combinada con su sonrisa
fuerte, me miró esa primera vez. Y yo lo vi a él, sintiendo extrañeza y un
escalofrío que no tardó en irse. No me asusté, pues se trataba de mi familia, y
del miembro más confiable de toda ella.
En
esa tumba había algo especial. Lo sé muy bien, y sé que ese algo sigue
residiendo, y ahora que entiendo lo que pasa, sé que no es la tumba, es él
quien la hace especial…
Abuelo…
tal vez en vida no te conocí, pero me siento muy cerca de ti, y por algún
motivo, te echo de menos.
El personaje me recuerda a una persona.
ResponderEliminar:O ¿a quién?
Eliminarel lugar que describes en el cuento, me recuerda a mi tierra natal... y también extraño a mi familia.
ResponderEliminarme gustaría ilustraras los relatos
ResponderEliminar